No hay nada más duro en este mundo que un diamante. Un diamante en un anillo. Un anillo en un dedo –reluciente– terminado en una finísima uña, una uña que revuelve un mechón de pelo. Que lo enrosca con suavidad, jugando con cada fibra, al mismo tiempo que desenreda un pensamiento. Una idea que envuelve el tiempo. Como si alguien lo hubiese cubierto con una sábana de seda –tan fina como la uña de aquel dedo con un anillo y un diamante–. El pensamiento, sin nudos, se convirtió en una pregunta. O cientos. ¿Entonces, ya no nos queremos? ¿Qué ha sido de nuestras miradas? ¿Estamos cubiertos de barro? ¿Qué ha sido de esos roces? ¿En eso hemos quedado? ¿Qué ha sido de nuestros besos? ¿Estamos ya tan hechos polvo? Ya no nos queremos. Los besos con pasión se han esfumado. Los roces se han extinguido. La llama se ha apagado. La pasión –antes compañera, fiel protagonista– se ha marchado. Y esos besos que no existen dejan más marca que un pintalabios incendiado.
