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Photo: Lissy Elle Laricchia

Los ojos de Sofía quedaron petrificados al derramar su última lágrima

He llamado a los cuentos que aquí presento, hoy “Los ojos”, con el nombre de “Microcuentos automáticos”. La técnica utilizada en poco o nada se parece a aquella que utilizaron los surrealistas, con André Bretón a la cabeza, pero sí que tienen ciertas similitudes. Se trata, casi con total seguridad, de un juego que yo mismo creo en mi cabeza.

El proceso es el siguiente: La única frase meditada, y sólo hasta cierto punto, es la primera. A partir de aquí yo sólo sirvo de conductor al cuento, que se va dibujando sin yo buscarle un sentido más allá del primero que me viene a la mente.

No se le deben buscar, por lo tanto, dobles sentidos escondidos ni significados demasiado profundos. Si en algún caso se cree que se ha encontrado alguna interpretación que vaya más allá de aquella más simple es, única y exclusivamente, responsabilidad del lector lidiar con ella.

Digamos que llego a una especie de trato con el cuento. Yo le doy un inicio reflexionado y sirvo como ente necesario para ser creado, pero mi tarea es mecánica, es él quien se escribe a sí mismo. Cuando escribo la última palabra, ya nada está bajo mi responsabilidad, es él quien debe saber cuidar de sí mismo.

Los ojos de Sofía quedaron petrificados al derramar su última lágrima.

Los ojos de Sofía quedaron petrificados al derramar su última lágrima.
«Climax» 2008, Gaspar Noe – Cinematography: Benóit Debie

 

Los ojos de Sofía quedaron petrificados al derramar su última lágrima.

Mis pies estaban arrugados. Mis dedos, regordetes como lo habían sido siempre, mantenían un diálogo urgente entre la inmersión y la emersión. Y allí delante, Sofía se había quedado callada, como si el aire no le llegara a los pulmones. El vestido, largo hasta los pies, se había oscurecido por la humedad, y se había dibujado un gran volante de un tono azul más oscuro que parecía mezclarse con el tono del suelo.

Observé en silencio y comprendí su belleza. La última lágrima que había soltado todavía parecía aferrarse a su rostro y se balanceaba por sus mejillas rosadas.

Moqueó y la lágrima se precipitó hasta los pechos, que parecían asomar más de la cuenta en el vestido con la dejadez de la tristeza. La adiviné como me soñaba a mí mismo, viajando por los poros de sus pechos, dejándome caer hasta la curvatura de su ombligo.

No la vi entretenerse, pero supe que lo hacía, rodeando la perfección, adentrándose en el pubis, descubriendo la belleza de sus curvas, dejándose caer irremediablemente por sus piernas largas, acariciando su rodilla, la pequeña cicatriz de alguna piedra puntiaguda de la niñez, girando sobre ella para hacerle cosquillas en el gemelo, llegando a los pies en los que aguardaba su destino.

Escuché el glup, la consumación de su vida, el final tempestuoso, la pérdida en el mar de lágrimas en el que se había convertido la habitación. Vi a Sofía ofrecerme la carta de amor no correspondido y, con cierta alegría comedida, ensombrecí mi expresión.

Me miró con los ojos secos, lamiendo con su lengua algún pequeño resto de llanto que se había acumulado en su labio superior. La abracé con calma y miré al suelo encharcado.

Al fin y al cabo, por un momento, yo había sido una lágrima en su cuerpo.

 

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