He llamado a los cuentos que aquí presento, hoy “Los zapatos de charol”, con el nombre de “Microcuentos automáticos”. La técnica utilizada en poco o nada se parece a aquella que utilizaron los surrealistas, con André Bretón a la cabeza, pero sí que tienen ciertas similitudes. Se trata, casi con total seguridad, de un juego que yo mismo creo en mi cabeza.
El proceso es el siguiente: La única frase meditada, y sólo hasta cierto punto, es la primera. A partir de aquí yo sólo sirvo de conductor al cuento, que se va dibujando sin yo buscarle un sentido más allá del primero que me viene a la mente.
No se le deben buscar, por lo tanto, dobles sentidos escondidos ni significados demasiado profundos. Si en algún caso se cree que se ha encontrado alguna interpretación que vaya más allá de aquella más simple es, única y exclusivamente, responsabilidad del lector lidiar con ella.
Digamos que llego a una especie de trato con el cuento. Yo le doy un inicio reflexionado y sirvo como ente necesario para ser creado, pero mi tarea es mecánica, es él quien se escribe a sí mismo. Cuando escribo la última palabra, ya nada está bajo mi responsabilidad, es él quien debe saber cuidar de sí mismo.
He contado los alfileres quinientas sesenta y cuatro veces, una por cada alfiler, y siguen sin aparecer los zapatos de charol

He contado los alfileres quinientas sesenta y cuatro veces, una por cada alfiler, y siguen sin aparecer los zapatos de charol que perdí la otra noche. Si no fuera porque los vi atarse sus propios cordones y moverse acompasados para salir de la habitación, creería que se perdieron solos, como tantas cosas que se esfuman de la casa hasta que un movimiento de mueble inesperado hace que salgan a la luz. Contando se me ha hecho de día y de noche, y casi vuelve a salir el sol, y todavía los zapatos de charol no han vuelto sobre sus pasos.
Me he asegurado de que no han salido de casa, porque es imposible que unos zapatos puedan abrir una puerta cerrada con llave. He probado de diversas maneras. Ayer en la noche, antes de ponerme a contar, apagué todas las luces de la casa y me senté en silencio en el suelo, intentando adivinar el suave taconeo de las suelas de goma, pero creo que descubrieron mi artimaña y, justo en ese momento, se quedaron parados.
Mientras contaba los alfileres he vuelto a escucharlos caminar, sin ninguna duda que eran ellos, pero tenía que acabar mi labor y mis reojos no han podido localizarlos. Podría parecer banal, pero me tienen encerrado en la casa: Son los únicos zapatos que alguien como yo puede costearse.
En cuanto la mañana se ha asomado en la ventana y me he dado cuenta de que era lunes, un sofoco repentino me ha avisado de que hoy tengo que ir al trabajo. Los nervios han podido conmigo y, en un alarde de desesperación, he tirado todos los alfileres al suelo y me he puesto a buscar los zapatos con la terrible sensación de la causa perdida rondándome sobre la cabeza.
La suerte me ha venido al recordar que hoy trabajo por la tarde, pero temo no poder encontrar los zapatos antes de que llegue la hora. He movido todos los muebles, buscado en cada rincón, incluso mi imaginación ha logrado dibujar el brillo del charol al fondo del pasillo, pero cuando lo he alcanzado, el terror se ha transformado en una gran cucaracha negra que no he podido matar por el asco de mis pies descalzos.
Después, tras recordar que debajo de mi casa hay una zapatería, he cogido algunos ahorros que guardo en la cajita de los alfileres y he bajado las escaleras manchando mis pies con el paso del tiempo y la vejez de las baldosas. Cuando la puerta de cristal se abría, una voz aguda y quisquillosa me ha detenido y me ha gritado que sin zapatos no se podía entrar.
He subido las escaleras de nuevo con la contradicción asaltándome la mente, he abierto la puerta con desgana y me he sentado en un rincón esperando el momento en el que se me hiciera tarde para el trabajo, en el que perdiera el sueldecito triste que guarda mis penurias por no encontrar esos malditos zapatos de charol que se han empeñado en jugar al escondite.
Mi cabeza nublada no ha logrado recordar los alfileres esparcidos en el suelo del cuarto y me he clavado unos cuantos en las plantas de los pies. Ahora sangro, la sábana se ha convertido en un lienzo blanco en el que mis dedos engarrotados dibujan figuras que parecen moverse en la penumbra de las cortinas. Las lágrimas de impotencia han comenzado a caer sobre la almohada y el cansancio se ha apoderado de mí.
Cuando ya mis ojos pesaban tanto como el mundo y justo en el último parpadeo despierto, he logrado vislumbrar el brillo auténtico de los zapatos de charol volviendo al lugar desde el que partieron.
Seguramente ya el encargado ha firmado mi hoja de despido, pero yo, embelesado por el sueño del mediodía, he recuperado mis zapatos de charol.
Texto por Adrián Oliver
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