Es verano y arde el asfalto. No se mueve ni una hoja en la calle, pero el viento de Levante sopla estando tú en la habitación. Una estancia, cuatro paredes, dos ventanas, dos cuerpos que respiran. Dentro. Cada uno en una punta del salón. Un halo azul sale de un flexo, de una bombilla, de un filamento. Y entonces, al moverte, tu cuerpo se coloca en medio de la luz –¡un eclipse!– y se dibuja tu silueta en la sombra, en mi cerebro, en mi memoria, en la pared. Y nadie lo oye, pero ahora truena. Y a los truenos se les suman huracanes. A aquella calma que teníamos, la interrumpe de pronto un choque de nimbos. Un fenómeno extraño de nubes bajo el techo. El agua nos moja estando dentro –allí fuera lleva sin llover una semana– y se nos calan las rodillas, las manos, las nucas y el pelo. Y esto se convierte en una tormenta de cuerpos, que poco o nada tiene que ver con la meteorología.
Texto x @constelacionesypoesia
Foto x @assiahalcazar