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Perdí el corazón allá por el comienzo de siglo

He llamado a los cuentos que aquí presento, hoy «El corazón», con el nombre de “Microcuentos automáticos”. La técnica utilizada en poco o nada se parece a aquella que utilizaron los surrealistas, con André Bretón a la cabeza, pero sí que tienen ciertas similitudes. Se trata, casi con total seguridad, de un juego que yo mismo creo en mi cabeza.

El proceso es el siguiente: La única frase meditada, y sólo hasta cierto punto, es la primera. A partir de aquí yo sólo sirvo de conductor al cuento, que se va dibujando sin yo buscarle un sentido más allá del primero que me viene a la mente.

No se le deben buscar, por lo tanto, dobles sentidos escondidos ni significados demasiado profundos. Si en algún caso se cree que se ha encontrado alguna interpretación que vaya más allá de aquella más simple es, única y exclusivamente, responsabilidad del lector lidiar con ella.

Digamos que llego a una especie de trato con el cuento. Yo le doy un inicio reflexionado y sirvo como ente necesario para ser creado, pero mi tarea es mecánica, es él quien se escribe a sí mismo. Cuando escribo la última palabra, ya nada está bajo mi responsabilidad, es él quien debe saber cuidar de sí mismo.

 

Perdí el corazón allá por el comienzo de siglo

 

El corazón.

Perdí el corazón allá por el comienzo de siglo. No sabía explicar por qué, cómo fue, ni siquiera dónde ni el momento exacto, sólo sé que un día fui a buscármelo en el lado izquierdo cóncavo del pecho y allá no había nada. Vacío. Silencio. Mi primera reacción fue buscarlo en la cama, como cuando pierdes un calcetín al que parece que se lo ha tragado el colchón. Obviamente, allí no estaba.

Me puse a pensar en cuándo lo habría perdido, pero no había un momento extraño, nada que me hiciera pensar en que había perdido algo tan importante. Maldije mi corta memoria y subió el calor por mi nuca cuando me di cuenta de que había estado viajando mucho durante los últimos años. ¿Acaso me lo habría dejado en la Habana? Maldita sea, la Habana quedaba muy lejos de casa, ¿Cómo iba yo a presentarme en algún hotel lejano después de tantos años para preguntar por un corazón perdido? Repetí el mismo ejercicio de memoria con Bogotá, Ciudad de México, Cancún, San Juan, Lima, Santiago y Valparaíso.

En algunas de aquellas ciudades había estado hospedado en varios hoteles diferentes en diferentes años. Sentía el mundo cayendo sobre mí por mi corazón perdido. En un primer momento me decidí a llamar a cada uno de los hoteles, aun dejándome el sueldo de un mes por la lejanía, pero la vergüenza me pasó por encima y, esta vez, el calor de la pérdida me conquistó el rostro entero. Me quedé en silencio en la cama, con el cuello torcido, apoyada la cabeza en la pared fría. Las vigas de madera del techo parecían hablarme y yo me preguntaba cómo era posible que no me hubiera dado cuenta antes de que había perdido el corazón.

Una idea, quizás descabellada, resonó en mi cabeza como una pequeña campanita y, tras abrir la cajonera junto a mi cama, perdí mis recuerdos en las fotografías de mis viajes. No sabía qué buscar, quizás alguna expresión que me demostrara que, en el momento exacto de la instantánea, ya no tenía corazón. Estuve la noche entera entre ir y venir de mosquitos, con la brisa de la madrugada acechándome en resfríos y, justo cuando mis ojos ya comenzaban a cerrarse por el cansancio, lo vi.

Vi una fotografía desgastada, seguramente la que más. La mujer, con la melena castaña y larga volando al viento, con mi corazón en las pupilas que se refugiaban en unos anteojos, soltaba una sonrisa maravillosa junto a un monumento de alguna ciudad lejana. Sonreí yo también, bostecé y dormí tranquilo. Por lo menos sabía que mi corazón estaba en mejores manos.

Texto por  Adrián Oliver

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